Publicado por Cronista Montañés miércoles, 4 de junio de 2014


Concluyeron las elecciones bruseleñas con un resultado meridiano: un vencedor noqueado, el partido del Gobierno, y un derrotado por K.O. técnico, el partido de la Oposición. En esta liga de campeones -como en la del fútbol de élite- el caballero del honor ha vuelto a levantar la copa ante Aznar, eso sí, girando el marcador en el tiempo de descuento. El pupas de los sociatas, por su parte, ha tenido que conformarse con entonar el «qué manera de palmar, qué manera de morir», que es himno que les compuso el cuate Sabina para conmemorar el centenario de la honradez. En conclusión, las políticos del castablishment ha retrocedido hasta mínimos histéricos.
Se diría que alguna cosa cambió en ese día de los techos rotos y las caras largas. No se trata de un cambio del tipo «mutatis mutandi» romano, ni mucho menos del siciliano «cambiarlo todo para que nunca cambie nada». Aunque, claro, en las noches electorales todos los gatopardos son pardos y siempre cabe la posibilidad de que te acaben dando gato por liebre, pues la modalidad más antigua del «cambio» es el «cambiazo».
El recuerdo de estos animales me devuelve a la memoria la fábula de los dos conejos. La citó indirectamente el abdicado Juan Carlos en uno de sus celebérrimos monólogos navideños cuando recordó que no eran tiempos de andar preguntándonos si quienes nos acechan eran «galgos o podencos». El mensaje regio quedó ahí, sin que ninguno de los conejos se diera por aludido y prefirieron no pedir aclaraciones a la Casa Real.
Aquel par de conejos de monte, por el contrario y tal como sucede en el cuento, continuó su constante huida hacia adelante, ignorando la advertencia del Borbón, hoy ya, Borbón emérito. Continuaron a lo suyo, deliberando sobre la presunta superioridad intelectual de los machos, sobre el vigor de los brotes verdes, sobre el fruto del árbol del «B» y el «A» y, lo que resultó fatal para su suerte, sobre el pedigrí de los sabuesos que les iban a la zaga. Lo acalorado de estas controversias, entre bizantinas y bizarras, obligó al dúo de sprinters a disminuir el ritmo de la carrera que estaba siendo retransmitida en directo por Teledeporte.
El primero de ellos, un fanfarrón de marca mayor, afirmaba que en su juventud había superado la velocidad de la luz en bicicleta; el segundo, con su petulancia característica, aseguraba que en una ocasión rompió la barrera del sonido practicando los cien metros lisos. A raíz de estos comentarios, se diría que ninguno de los acreditados corredores era la liebre que perdió la apuesta contra la tortuga, o el Conejo Blanco de Alicia que siempre llegaba tarde. Cómo iban a ser aquellos dos jactanciosos en liza el ejemplar de la fábula de Esopo o el del libro de Carroll, si ellos pertenecían a la pluma de don Tomás de Iriarte. No obstante, se pudo comprobar que estos bichos eran los mismos que aparecían en todas estas historias, pues, además de correr que se las pelaban, traspasaban la dimensión espacio-tiempo gracias a unas misteriosas «puertas giratorias», algo similar a lo que hacen los conejos que aparecen y desaparecen de las chisteras de los ilusionistas. Por eso el rey, que todavía se acordaba de realizar algún que otro truco de magia ante las cámaras, esa nochebuena se los volvió a sacar de la corona. Y es que el prime time siempre se antoja el momento idóneo para hacer juegos de manos (o de tronos) para aumentar la audiencia.
Ocurrió así, en mitad de la prueba de fondo, cuando uno de nuestros protagonistas, el retrasado, formuló la pregunta, una cuestión en apariencia banal que resultó crítica para el maratón bipartidista:
—No sé si te has percatado pero creo que, desde hace un rato, nos andan pisando los talones de Aquiles; ¿tú sabes si son galgos o perroflautas? —y ensimismado por el eco de estas palabras frenó en secó como si un coche le hubiera tirado las largas.
—No sé —respondió el que iba adelantado y que incomprensiblemente también detuvo la marcha para explayarse mejor en su respuesta: dicen que de casta le viene al galgo y a nuestros perseguidores les oigo renegar de «la casta» constantemente.
—Con lo «castizos» que somos nosotros, que vivimos en el cuento desde Esopo.
—Entonces, no hay duda: los canes que nos vienen siguiendo han de ser podencos —sentenció el primero con su típico defecto de pronunciación en las consonantes bilabiales africadas.
—¿Has dicho «podencos» o «podemos»? —infirió el segundón, que comenzaba a mostrar signos visibles de nerviosismo.
—Ya está claro; ni galgos, ni podencos, ¡son Podemos! Los mismos que se ha propuesto convertirnos en conejos al ajillo en cuanto nos alcancen.
—¡Ahh!

Moraleja. La Moraleja es una urbanización exclusiva de las afueras de Madrid custodiada por perros-policía, unos mastines que impiden que las mascotas del residencial mantengan debates como éste. Fin de la cita.










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