Publicado por Cronista Montañés miércoles, 30 de abril de 2014


Hubo un tiempo no muy lejano, la Prehistoria, en que a la Unión Europea se la denominaba  Mercado Común. A pesar de que esta denominación carecía del mínimo glamour institucional, alcanzar aquella meta de la geopolítica se antojaba emular la gesta de los conquistadores en la búsqueda de El Dorado. España tenía vetada su entrada y esta circunstancia todavía hacía más apasionante el acto furtivo de cruzar los montes Pirineos, aunque sólo fuera para meterse en una sala -llámala "equis"- de Perpignan. Fue una época, la antediluviana, en la que los escasos europeistas patrios, si deseaban contemplar las estrellas de cinco puntas de oro sobre el campo de azur, tenían que postrarse a los pies de la Inmaculada Concepción, la única española que exhibía la bandera de los estados miembros sin temor a sufrir las represalias del Régimen.
Años más tarde, con la democracia juancarlista ya plenamente consolidada, la península ibérica logró acreditarse ante el selecto club y aquel mercadillo de coles de Bruselas pronto se vio invadido por la exuberancia hortofrutícola del sur. Claro que para que un pepino, una berenjena o un tomate alcanzaran la gran plaza de abastos belga antes habían de sortear a los piquetes de agricultores gabachos en su contumaz empeño por montar una brasserie con cada uno de nuestros camiones y una Santa Juana de Arco con cada camionero.
Después de este engorroso tira (la verdura) y afloja (la mosca), la Europa de los mercaderes dio paso a la Comunidad Económica y de ésta comenzaron a llegar a espuertas fondos de compensación, planes de desarrollo regional, ayudas a la pesca y subvenciones a la minería. Dinerito fresco que vendría de perlas para hidratar la curtida Piel de Toro y montar la Expo de abril, la alta velocidad madrileña y las olimpiadas catalanas del diseño. Ah, en este trance modernizador aconteció un hecho de enorme transcendencia simbólica: Felipe González, como hiciera Cristo con los apóstoles, guió los designios de los Doce, pues éste era el número de países comunitarios. Sí, el Viejo Continente, aunque sólo fuera de forma rotatoria y por el breve periodo de seis meses seis, estuvo presidido por un andaluz, el non plus ultra.
El presupuesto, con ser desorbitado, no era lo más importante de la CE. Lo sustancial consistía en saber que avanzábamos juntos hacia una unidad de destino en lo universal muy distinta a la que habia previsto Joseantonio, sin más guerras civiles, sin más invasiones napoleónicas y sin más contiendas franco-prusianas. La única guerra que entonces quedaba por concluir era la Guerra Fría, y en ella  España ya había contribuido con la División Azul, «Rusia es culpable», el gol de Marcelino y el ingreso en la OTAN en los penaltis.
En resumidas cuentas, lo que empezó siendo el almacén de chatarra del Benelux para chamarilear el hierro y el acero, ahora representaba la exportación sin aranceles, la libre circulación sin fronteras, la agencia espacial sin la Nasa y los Erasmus, fingidos o reales. Luego le dimos la bienvenida al euro y despedimos los duros a cuatro pesetas y los Todo a Cien y Más. Y nos quedamos con el «y Más» que predecían los chinos en los letreros de sus bazares multiprecio.
Con la crisis, a portugueses, italianos, griegos y españoles nos han tildado de PIGS. Pero no debemos considerarlo un insulto, ni un reproche porque sentimos devoción por las chacinas y los perniles. No, PIGS simplemente representan las siglas del cuarteto del Medio Día. Mal que nos pese esta la verdad, la diga Agamenón o sus porqueros y PIGS es un buen resumen de los modos y costumbres en las riberas del Mediterráneo, de una filosofía de vida que va desde Aristóteles y Platón a Campofrío. Al fin y al cabo, Europa fue secuestrada por el dios Zeus disfrazado de Torete junto a este mar de sabiduría y, según la leyenda, lo que comienza en rapto suele acabar en rescate.

Posdata: En ocasiones me pregunto qué ser fantástico de la heráldica simbolizaría a la UE, una unidad, como se confirma, compuesta de elementos heterogéneos, incluso antagónicos. Mi respuesta, por más vueltas que le doy, siempre es la misma: el ornitorrinco, el ornitorrinco rampante, si lo prefieren. Lástima que el bicho pertenezca a una especie endémica de Australia y no de Austria. No obstante, el espécimen nos simboliza como ningún otro individuo del reino animal o entre los de la mitología. El ornitorrinco, como la misma Unión, está montado con piezas de otros seres vivos hasta hacerlo parecer una broma pesada de la Naturaleza. El pico de pato, el cuerpo de nutria, la cola de castor, las extremidades de pingüino, mamífero sin mamas que incuba sus huevos y que amamanta a las crías a través de la sudoración de las axilas. Así somos los Veintisiete, cada uno de su madre y de su padre y, sin embargo, ello no es óbice para que, al igual que el ornitorrinco, formemos un solo cuerpo como el resto de los vertebrados. Ahora bien, si uno de estos ejemplares se expone disecado en un museo de ciencias, siempre habrá quien sospeche que el animal no pobló jamás sobre la faz de la Tierra, que nunca fue posible el engendramiento de esta criatura, que simplemente fue la inocentada de un taxidermista que jugó a ser el doctor Frankenstein por un día. Más o menos, esto es lo pensarán las próximas generaciones cuando contemplen el mapa de la Vieja Europa, rampante o a cuatro patas, pero siempre cautiva de su Historia. ¿Verdaderamente existió o fue una broma? 



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