Publicado por Cronista Montañés miércoles, 9 de abril de 2014



Una generación de líderes como don Mariano Rajoy o Arias Cañete, el candidato más popular al Parlamento de Estrasburgo, está demostrando que no es necesario el carisma para estar al frente de una lista electoral, basta con ser un tipo corriente. Yo mismo pertenezco a la casta de políticos que se ha convertido en tendencia. Con la finalidad de profundizar en la discreción -la cualidad básica que compartimos esta nueva clase de dirigentes- he ordenado que la gente deje de llamarme Fabra (entre otras lindezas que les ahorro) y me saluden con un afable y directo Alberto, como si le dirigieran la palabra al vecino del rellano y no al presidente de la Comunitat. En la pasada convención del partido celebrada en Valencia, el presidente ya me citó con esta fórmula campechanaaunque no la completó con el contundente Alberto for Honorable, que tanto ansío escuchar de sus labios. Eso sí, como muestra de apoyo los dos mantuvimos un almuerzo privado con un arroz del señoret y la señoreta (pues también invitó a Rita), y de postre helado de piña para el niño y la niña.
Alberto a secas ya fue mi santo y seña en los tiempos en los que Fabra era otro, y yo poco menos que estaba considerado su segunda parte, un remake, una mala secuela. El premio a la perseverancia me permite, a fecha de hoy, acaparar todo el protagonismo del apellido y, si concluye con éxito la estrategia de los asesores de imagen de Palau, pronto ocurrirá lo mismo con mi nombre de pila. De este modo, según aseguran estos gurús del marketing, en cuanto alguien pronuncie el nombre del patrón de la química (el feeling es otra cosa)el personal, inmediatamente, centrará sus pensamientos en un servidor y no en Alberto de Mónaco, pongo por caso.
El príncipe del país diminuto es la confirmación de que la causa de los normalitos va a más. El titular de la casa Grimaldi -de los Grimaldi Cruceros de toda la vida- hubo de sustituir al magnético Rainiero el Conquistador, la figura que más brilló en el papel couché desde que se supo que se iba a casar con de la reina del technicolor. Eso sí que era tener Gracia, y salero, y no lo de Alberto Segundo. Él, como yo, estamos hechos de otra pasta; no obstante, a pesar de ser tipos desaboríos y sin el don embaucador de nuestros predecesores contamos con una especial aptitud para el empecinamiento. Nosotros no somos de veni, vidi vici y aquí te pillo, aquí te mato, no; más bien tenemos que perseverar hasta que nos llega la hora, como un Seven Eleven de las instituciones, como un McAuto 24 horas del partidoAlbertos hasta el amanecer.
El carisma lo dejamos para los mesías o para Aznar, valga la redundancia. Pues de qué le sirve este singularísimo rasgo de la personalidad al encargado del Grand Casino de Montecarlo, al inquilino de la Moncloa, al cabeza de lista europeo o al primer ciudadano de las tres provincias valencianas. Ya contesto yo: de nada.
He repasado por el Gúguel la lista de Albertos de mayor relumbrón y concluyo que la falta de brillo es una característica que nos iguala. Vayan unos ejemplos tomados al azar:
-Alberto Sordi, máximo representante del landismo en Italia y fiel reflejo del espagueti medio.
-Alberto Contador, ciclista que gana tours y después ha de devolver el maillot; sin comentarios.
-Alberto Ruíz Gallardón, el número uno entre los segundones; ídem de ídem.
-Albert Hammond, cantante que triunfó con «Échame a mi la culpa de lo que pasa»; lagarto, lagarto.
-Berto Romero, eterno aspirante a Buenafuente.
-Los Albertos, individuos con gabardina que contrajeron matrimonio con las Koplovich y que, a su lado, parecían unos simples guardaespaldas.
-Alberto Núñez Feijoo, Moito Honorabiliño gallego que nunca llegará a ser don Manuel.
La lista es más extensa, pero los casos, a medida que avanzo en la lectura de las biografías, reproducen la misma pauta de conducta. Todos ellos, eso sí, comparten conmigo la tenacidad en sus respectivas actividades, legales o no, y no obstante, el sino les deparó un porvenir anodino.
Quizás, la excepción en el liderazgo que confirma la norma de la insignificancia, la hallo en uno de mis tocayos que fue único en lo suyo: Albert Einstein. Claro está, que lo suyo, he de admitirlo, siempre fue muy relativo. Y así cualquiera.



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