Publicado por Cronista Montañés miércoles, 5 de marzo de 2014

Cuando todavía resuenan los ecos del falso documental del Follonero, le propongo al amanuense oficioso realizar un experimento similar y reescribir una crónica fullera sobre el 23-F, algo que deje estupefactos a los lectores de esta bitácora, que son legión. Se veía venir, si los literatos triunfan con sus novelas de no-ficción, por qué los locutores no iban a hacerlo realizando informativos de no-realidad. Ay, cómo echo en falta aquella factoría de fantasía que fue Canal 9.
Como es natural centraré el relato en los no-hechos acaecidos en esta nuestra Tercera Región Militar y les ahorraré volver sobre la cronología, puesto que, en la práctica totalidad, casi coincide con los acontecimientos que ustedes conocen de sobra. A saber:
A.- Don Juan Carlos primero se enfrentó al Elefante Blanco en la reserva espiritual de Occidente y después salvó a la joven (no mal piensen, la joven era la Democracia).
B.- La sociedad española, una vez más, supo estar a la altura de la taza del inodoro.
Sin embargo, voy a incidir en el casi, es decir, aquello que ocurrió en Valencia en el transcurso de la Noche de los Tricornios y que ha pasado desapercibido hasta este preciso instante. Más concretamente me referiré a lo sucedido en esa hora bruja que va entre la segunda y la tercera llamada de la Zarzuela a la Capitanía de Levante. Recuerden: el general Caruana, gobernador de la provincia, había recibido el mandato de Palacio de arrestar a Milans del Bosch por rebelde. El teniente general, la tarde del asalto al Congreso, dictó un manifiesto surrealista decretando el toque de queda en la región y, ni corto ni perezoso, sacó los tanques a la calle. Pero en ese momento le enseñó la pistola a aquel recadero y se negó de plano a retirar las medidas de excepción.
Don Jaime aún no se había repuesto de la aparición de Su Majestad en la pequeña pantalla en horario late night. El rey, en el mensaje televisado, le conminaba a deponer su actitud sediciosa y acatar el ordenamiento vigente. El espadón, por su parte, se obstinaba en mantener el edicto en el que se erigía en la única autoridad, militar por supuesto, en el Antic Regne. Entonces caviló que, si deseaba vislumbrar una escapatoria honorable, había de ganar tiempo. La salida que le imponían representaba la rendición incondicional, y Milans sentía la necesidad imperiosa de hallar una solución digna para quien fuera cadete en la defensa del Alcázar y recluta en el frente ruso.
En el viejo convento de Santo Domingo los subordinados ignoraban el sentido de la maniobra dilatoria del superior, mientras Caruana no veía ocasión de arrestar al golpista. Así, habiendo sonado el cuádruple toque de las dos y media en el reloj de su despacho, Milans solicitó que le dejaran unos minutos a solas. Le urgía meditar en silencio. Observó la fotografía en la que posaba junto al Jefe del Estado, ambos vestían el traje de campaña; este detalle le evocó la guerra, aunque sólo se tratara de unas prácticas de tiro. Giró el retrato y abatido se dejó caer en el sillón entornando los ojos para barruntar qué decisión debía tomar. El intrigante Armada había jugado con él; nada menos, que pretendía ser presidente de un gobierno con comunistas y masones. Por su lado, Tejero, el benemérito escudero que aparecía en las portadas de las primeras ediciones disfrazado de Pavía sin caballo, seguía confiando en que un paquidermo albino aparecería en la pista de aquel circo con leones que tenía montado en la Carrera de San Jerónimo. De repente, el militar intuyó la respuesta que le iba a permitir mantenerse en sus trece y, a la vez, al lado de la Corona, y se puso a redactar un nuevo bando:
«Yo, Jaime el Recalcitrante, en virtud de los poderes que graciosamente me he concedido en el edicto anterior, reinstauro a todos los efectos el Reino de Valencia y me proclamo descendiente directo de Jaime de Aragón (no de Jaime de Mora y Aragón, el calavera que sale en las películas). Si Valencia fue capital de la Segunda República, bien podrá serlo de una segunda monarquía. De esta manera, guardo lealtad al rey, pero al rey don Jaime, osease: el menda.
Queda terminantemente ilegalizado el Partido Comunista, la única religión verdadera es la católica (la de antes del Concilio) y se suspende la preautonomía, pues, a pesar de que nos hayamos segregado de España, nosotros 
somos los buenos españoles y no ellos, que continúan bajo el yugo opresor del parlamentarismo constitucional. Así, que lo de ofrendar nuevas glorias a la Unión de Centro Democrático, a partir de ya, se considerará estraperlo. El Generalato (no la Generalidad) será la forma genuina de autogobierno bien entendido. A tal efecto, me dispongo a abrir embajadas por todo el mundo y allí donde exista una Casa Regional con un bingo, mañana habrá un diplomático de carrera.  Del mismo modo, solicitaré al concierto de las naciones nuestro ingreso en la OTAN y en la OTI. Firmado en Valencia, el Primer Día del Primer Año Triunfal»
A Milans, el recuerdo del festival iberoamericano, le trajo a la mente la melodía que había de interpretar el cantante Francisco en el certamen ultramarino. Con los primeros versos de «Latino» que le salieron de la boca del general, su padre irrumpió en la sala sorprendiéndole con el canturreo de la letra pegadiza. «¡Hijo, tú siempre con la cabeza llena de pájaros! Ay, Jaimito, qué será de ti; cada día te pareces más al niño del chiste», le gritó. Sobresaltado Su excelencia comprobó que quien le había despertado no se era su progenitor sino el coronel Ibáñez Inglés, que no entendió el significado de la consigna: «Mitad señor, mitad correcaminos», ni por qué el laureado rasgaba una hoja de papel en blanco.
No sé, pero ahora es cuando deberíamos dar paso al debate, como hizo Évole. El negro Montañés no es un Gabilondo, que digamos, pero me servirá para comentarle un par de detalles del relato. Yo me lo he tragado todo de pe a pa, claro que no se me ha escapado que en esta no-crónica ha quedado algún cabo suelto y algún que otro suboficial. Más o menos, como en la crónica real.




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