Publicado por Cronista Montañés miércoles, 26 de febrero de 2014

Últimamente se habla mucho de la necesidad acuciante de rebajar el tipo del IVA de la cultura. Leo que el ministerio del Fisco, antes de la inauguración de un ARCO triunfal, ha ordenado el descuento para los marchantes mientras las otras artes habrán de esperar sentadas a que la medida se extienda a los demás gremios de la farándula. A este respecto, el cronista me apunta que en esta nuestra Comunitat, disponemos de un IVA todavía más moderno y elevado: el IVAM, que, justo ahora, cumple sus bodas de plata. No estoy ducho en esta materia, pero admito que desde siempre me han subyugado las esculturas de Ripollés, quien dedicó una estatua al "otro" Fabra que acabó pareciendo Mister Potato. Claro que en eso consiste ser un vanguardista.
El IVAM, en cuestión, es uno de esos contenedores de arte -no confundir con los contenedores del reciclado- que surgieron como robellones a finales de los Ochenta. Nacían con la sana intención de que el españolito le sacudiera el polvo a las porcelanas de la dinastía Lladró y a las Santas Cenas en 3-D que presidían las salitas de estar de los hogares. Además, los valencianos partíamos con el agravante de haber de desembarazarnos de los discípulos de Sorolla que, un siglo después de la desaparición del genio de la paleta, seguían pintando niños en remojo y damas alérgicas a la insolación.
Los gobernantes de aquel tiempo transitivo, con Cipriano Císcar al frente de esta cruzada contra tanto demodé, decretaron que el cuadrito de la barraca y la huertana estaba bien, pero que el país acababa de ingresar en el Mercado Común y el Spain is different, con el que llevábamos mareando al continente desde el Gran Capitán a Fraga Iribarne, de poco nos valdría ya.
Fue en el antediluviano año del Señor de 1989 que el de los rizos de escarola se propuso abordar la cuestión de nuestro inaplazable aggiornamento. De este modo, el IVA y el IVAM de propina nos sobrevinieron como el peaje que teníamos que pagar si queríamos ser europeos. No obstante, la construcción del edificio dedicado a tal fin no colmó las ínfulas de grandeur del superconsejero de Cultura, Educación y Ciencia. Todo contenedor -lo mismo que los del cartón y el vidrio- precisa de un contenido, de modo que Císcar, que lucía el look de un miembro de la familia Medici, precisaba encontrar con urgencia a un miguelángel, un leonardo o un rafael para llenar el nuevo museo. Buscó y rebuscó, tenía un cuñado que se llamaba Rafael, aunque las únicas obras que realizaba eran las obras públicas. Ya desesperado, lo más apañado que halló en el catálogo de los "ismos" fue la ferralla del tal Julio González, un rompedor con soplete que había sido íntimo de Picasso. No era el Beato Ripo, que a mi tanto me pirra, pero podía servir. Gracias a la adquisición a peso de estas esculturas cubistas, el IVAM muy pronto se situó en el mapa y enseguida comenzó a cambiar sus "cromos" con el Pompidú parisino y el Sofiadú madrileño. Sin embargo, se tiene que reconocer que la posterior aparición en escena del Guggenheim bilbaíno, con aquella espeluznante arquitectura-homenaje al coche-bomba, eclipsó las herrumbrosas soldaduras de González, de modo que las exposiciones a la orilla del dios Turia pasaron a un segundo plano. Y es que no se puede ser contemporáneo en todo momento.
Ha llovido ya bastante desde los comienzos y de aquellos primeros pasos del centro sólo queda Císcar, no el político florentinesco, sino su hermanísima Consuelo, el premio de consolación. Ella también es la esposísima de Rafael Blasco, el que no le apañaba a su cuñado con sus obras civiles. La popular y ex socialista sirvió de clon de Carmen Alborch al recién estrenado presidente Zaplana; era la perfecta replicante para los asuntos modernos, temas que el Partido-Partido ignoraba por completo. El propio Molt Honorable alicantino la única inclinación que sentía hacia los artistas la demostraba por el Gran Julio, nada que ver con el metalúrgico del cubismo. Julito Iglesias había ganado el Festival de Benidorm proclamando que "La vida sigue igual", un alegato a favor de la pieza perdurable. ¡Eso era! "y al final las obras quedan, las gentes se van" y no las performances, los happenings y las actionpaintings que salen por un ojo de la cara y luego si te he visto no me acuerdo.
Pero doña Erre que Erre no estaba por la labor de retroceder a la retaguardia postimpresionista; la pelirroja Císcar quería agradar a los creadores efímeros, siempre atentos a su estilismo y la subvención. A la postre pasó lo inevitable, el peor episodio que haya vivido un instituto valenciano de lo que sea. Hasta esta hoguera de la banalidades se presentó el galerista Gao Ping. El prejuicio nos hace malpensar que los chinos únicamente regentan restaurantes y badulaques, sin embargo el mandarín y marchante también reunía en su currículum estas habilidades: sirvió comida oriental a domicilio y regentó una cadena de bazares multiprecio. Pero el hijo del país de la Gran Muralla se había convertido en un reputado filántropo de la fotografía y ofrecía sus instantáneas a un precio muy superior al de Sotheby's y Christie's juntas; hasta aquí ningún problema. Lo que no se podía imaginar la directora es que el chino también se manejaba en las artes del blanqueo de capitales. "Cuando compro no sé si el galerista es un traficante, del mismo modo que ignoro cuando voy a una carnicería si el carnicero, en vez de matar animales, mata personas", sentenció la Císcar.
En seis palabras: el IVA rebajado es el IVAM.  

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